martes, 28 de marzo de 2017

Los cuentos que no conté

El canto del mirlo anunciaba, año tras año, el inicio de la guerra entre los dos animales. Ninguno había olvidado las largas horas gastadas en buscarse el uno al otro, de amenazarse, de esconderse y mostrarse a la vez. Aquellos días en los que el cazador pasó de ser la amenaza, a ser el objetivo.

Filete movió sus largos bigotes buscando orientación. El ambiente empezaba a estar un poco caldeado para su gusto, pero nunca lo demasiado como para mantenerlo dentro de la casa mientras la puerta al exterior se mantenía abierta. Y eso no era algo que pasara todo lo a menudo que le gustaría. Subió al punto más alto de la terraza, allí donde sin saberlo se dividían los límites entre lo propio y lo vecinal. Para él todo era su mundo, y más ahora que el suelo era su territorio y el enemigo caía del cielo.

Intentó mostrarse fuerte y decidido una vez volvió a escuchar el sonido amenazante del pájaro. Sintió ese impulso interno y tan natural del cazador, de intimidar haciéndose grande en el gesto y bravo en el rugido. Miró a todos lados sabiéndose el dueño del lugar, mientras volvía a perder de vista a su presa, que con un leve aleteo cambiaba de sitio y ganaba la ventaja de la posición sorpresa.

Podían pasar horas así, mientras uno sobrevolaba el cielo y amenazaba con atacar, el otro le perseguía por la vía más corta y amenazaba con atacar también. Sin prisa, pero sin descanso, sin dejar de percibir la amaneza y sin dejar pasar la oportunidad de acechar al otro. Como si no tuvieran nada mejor que hacer, o como si fuera la mejor opción posible en la que pasar el tiempo. Por lo menos, hasta que el plato estuviera lleno de nuevo y el estómago vacío. Entonces estar dentro, incluso con la puerta cerrada, no era tan mala opción.