domingo, 23 de diciembre de 2018

Ser penas o no

No tengo ganas de explicar nada. No me apetece contar ninguna de mis historias, ni debatir ninguna de mis teorías, ni hablar sobre el último artículo interesante que he leído.

No me apetece defender a los pobres ni atacar a los fuertes. No quiero que las partes distantes se entiendan y se aproximen. No tengo ganas de hacer del mundo un lugar mejor.

Me empiezo a preguntar si soy una persona demasiado oscura, demasiado apática o demasiado triste. Me planteo si podría pasar más de dos días cerca de mi propia presencia, si fuera otra persona, sin coger una depresión.

Me planto y me digo a mí misma que no puedo seguir así, que lo voy a perder todo con esta actitud y que no podré cumplir ninguno de mis propósitos y mis expectativas con estos ánimos.

Y también me da igual.

Caigo en la cuenta de que mañana es nochebuena, y pasado Navidad.

Empiezo a pensar que tal vez, quizás, cabría la posibilidad remota o no, de que no sea capaz de levantar cabeza por mí misma.

sábado, 6 de octubre de 2018

Imágenes

Las imágenes se suceden una tras otra en mi cabeza, dando vueltas sin parar, como palomas en la plaza de Sarajevo. Me recuerdan el vaso medio lleno, al borde de la terraza, en la bahía de Kotor. Y me hacen entender por fin, después de probarlo infinitas veces, a que sabe el cevapi.

Cuando pruebas el maíz callejero de Zagreb crees haberlo vivido ya, en una mejor vida anterior, donde infinitas hectáreas de campo estaban repletas de esa planta. Cuando quizás aún paseaban romanos por Split, o cuando llegaron los primeros autoestopistas a Trebinje. Los que, quizás aún, siguen ahí.

Las imágenes me remueven pensamientos y sentimientos, y me recuerdan por qué estuve allí. Me dicen que Slunj puede ser el lugar más seguro del mundo, donde los vecinos del pueblo todavía gritan por el kalimotxo. O se me nubla el corazón cuando pienso en las dos mitades de Mostar, y todo lo que un único puente puede llegar a separar.

Me evocan la imagen, sólo en mi imaginación, de un Dubrovnik desértico, donde la dolomita es el único protagonista y donde las maravillas de poniente brillan en su esplendor. Me hacen creer en un Belgrado comunista y tolerante, donde aún hay sitio para todos, controlen sus resacas o no.

Me hacen pensar que un día los Balcanes de la antigua Yugoslavia fueron una cuna cultural y social de referencia, donde al día siguiente sólo se veían tanques y cañones, y donde hoy sólo quedan restos, tanto de lo uno, como de lo otro. Quieran unos, no quieran otros. Y en medio, como siempre, los más débiles, que no tienen nada que decir, ni que hacer, ni donde quedarse.

Y el resto ajenos miramos para otro lado. Como con Líbia, como con Siria. Como hemos hecho siempre con ese trozo de tierra que llaman Bosnia y Herzegovina, donde nadie sabe nada y que tiene tantísimo por enseñar. Siempre tendré la imagen de todos sus rincones en la cabeza. Ahora que por suerte, de momento, todavía se podía visitar.

sábado, 24 de marzo de 2018

El consuelo que nos queda

Al final, a mi edad, después de años de lucha y trabajo para conseguir pulir mi escepticismo y mi razonamiento lógico al límite, me toca resignarme. Ni todas las horas gastadas en entender el funcionamiento del ser humano, ni las conversaciones para convernecer a los demás, me han podido alejar de aceptar el polvo en el aire.

Y eso que todo tiene el olor de lo que aún está vivo. Menos mi estrella fugaz, mi amiga.

Al final todo es tan sencillo como la vida, aquello que entendemos y lo que no. Tan simple como que todo principio tiene un final, pero que ese final sólo acaba cuando tú quieres. Puede que no sea nunca.

Y es que el consuelo que nos queda no es otro que aceptar, que ya por fin están juntos, como siempre lo estuvieron. Y que así es como tienen que ser las cosas, y así es como están bien. Porque tampoco podemos hacer nada para cambiarlo, y porque no es tan mal final si lo piensas. Y ni todo el egoísmo del mundo de las personas que les queríamos y necesitábamos tenerlos cerca, puede cambiarlo.

Y como el final no tiene por qué serlo, quedará en mí como el principio de algo infinito. Y queda en mí una fe increbrantable de que la paz y la felicidad infinita que siempre buscaron y necesitaron, por fin descansa con ellos. Y para el resto nos quedan sólo años de trámite para volver a reunirnos y sentirlo. Porque no puedo creer que en el mundo exista algo realmente tan definitivo como la muerte.

Y entender, después de tantos años de lucha y trabajo para pulir mi escepticismo, que la realidad y la lógica no son procesos naturales, o humanos.

O simplemente no estamos hechos para soportarlos.